Una de las consecuencias de esta experiencia pandémica es una cierta alteración (diferentes tipos de alteraciones) de la relación entre las diversas personas y algunos de los dispositivos mediante los cuales funcionamos en la sociedad y obtenemos (de forma más directa o indirecta) satisfacción para nuestras necesidades. Se utiliza aquí la palabra dispositivo en un sentido amplio: desde las gafas sin las cuales no podría estar escribiendo este texto hasta la Seguridad Social a la que cotizo todos los meses; desde este ordenador conectado a Internet que tengo ante mí hasta la calle que pisaré cuando salga de casa dentro de un rato.
Esos dispositivos o mediaciones lo son para la relación de las personas con el medio físico y con otros seres humanos. En esas relaciones mediadas, las personas dependemos del medio y lo construimos, utilizamos los dispositivos y somos manipulados y transformados por esos dispositivos y medios. Esto, por cierto, ocurre en unas coordenadas espaciales y temporales. En el año pandémico hemos visto cambiar nuestro ritmo de vida porque hay procesos que se han vuelto más costosos en tiempo y otros que se han facilitado y parecemos oscilar entre la aceleración inducida y la pausa impuesta. Nuestro desenvolvimiento por el espacio se ha visto también notablemente alterado, frecuentemente condicionado o prohibido.
Parece que hay procesos que han tendido a digitalizarse más intensamente. Por ejemplo, los cobros y pagos, es decir, el uso del dinero. Y la digitalización de los flujos financieros puede llegar a modificar en forma importante la propia naturaleza del dinero como regulador de la vida económica y social. Pensemos en las amenazas y oportunidades que la digitalización de todas las transacciones monetarias aporta para la obstaculización o agilización de los pagos de las prestaciones y ayudas que recibimos cuando las personas o las empresas nos encontramos en situaciones de vulnerabilidad económica.
Otras relaciones, en cambio, han revelado con más fuerza su necesaria dimensión corporal y material. El hecho de que el virus haya afectado a nuestros cuerpos nos ha hecho más conscientes de que necesitamos cuidados que requieren proximidad física y las medidas restrictivas de dicha proximidad en las relaciones sociales nos hacen añorar, por ejemplo, la espontaneidad de los encuentros urbanos imprevistos, la común utilización del espacio público cotidiano o los abrazos como forma de expresión de la alegría y el afecto. Está por valorar el alcance del impacto emocional y existencial de esta situación.
El colapso pandémico y su alargamiento con perspectivas inciertas es un colosal experimento social y humano. Sin ninguna duda está afectando a las relaciones económicas, sociales y políticas y a la configuración de sujetos colectivos que actúan en la esfera pública. Sujetos colectivos que están viendo regulado de formas inéditas el ejercicio de libertades y derechos fundamentales para la vida política y social o que son más segmentados, fragmentados y recombinados por el poder de los algoritmos en las redes digitalizadas de comunicación, al que están más sometidos.
Cabe decir, además, que no sabemos hasta qué punto pueden llegar a afectar estos procesos a nuestra propia configuración y sostenibilidad como seres humanos, al alterar notablemente formatos espaciotemporales de relación de las personas con sus entornos físicos y humanos. El humano es un ser forjado en el cuidado en proximidad física y en la conquista de la autonomía mediante el dominio del medio natural con diferentes herramientas. En este contexto, nos preguntamos quizá con más fuerza dónde termina la persona y dónde comienza la tecnología, dónde termina la libertad individual y dónde comienza el poder del algoritmo, dónde termina el “nosotras” y dónde comienzan “los otros”, dónde termina la soberanía colectiva y dónde comienza la regulación y cuándo ésta es legítima o ilegítima.
Preguntas abiertas, reflexiones pandémicas.
(La imagen pertenece a la película “2001: una odisea del espacio”, de Stanley Kubrick.)